Nakamoto a hablado en Buenos Aires (Asistido por IA)

La noche cae sobre Buenos Aires y el aire huele a humedad y frituras de milanesa. En una esquina de Belgrano, lejos de los estudios de televisión y las redacciones de los grandes diarios, una tintorería de fachada humilde se ilumina con un cartel de neón parpadeante: “Tintorería Nakamoto - Servicio Exprés”.

Hace semanas que Sanatoshi Nakamoto anunció su discurso, pero pocos medios se hicieron eco del evento. La mayoría lo tomó como una broma, un delirio más de internet. Y sin embargo, aquí estamos.

Soy Paula Ibáñez, reportera gráfica, y no sé bien qué hago en este lugar. Tal vez sea la curiosidad, tal vez el instinto de que algo grande está por ocurrir. Entre los pocos asistentes hay un par de jóvenes con remeras de Bitcoin, un hombre de traje que parece más perdido que yo y, sorprendentemente, un famoso periodista que, según dicen, solo vino a retirar unos sacos que dejó hace un mes.

Las persianas del local se levantan. En el interior, rollos de tela cuelgan del techo junto a circuitos y cables que parecen salidos de una película de ciencia ficción de bajo presupuesto. En el centro del lugar, entre máquinas de coser y planchas industriales, hay una silla de plástico.

Sanatoshi Nakamoto entra en escena. Su silueta recortada contra la luz del fluorescente, su kimono deshilachado, sus sandalias gastadas. Se sienta con calma. Sus ojos brillan como si vieran más allá de este tiempo.


El murmullo se apaga. El zumbido del ventilador parece haber subido de volumen. La grabadora de mi cámara comienza a girar...


Sanatoshi alza la vista y habla (con voz profunda y solemne, y un acento mezcla de japonés y porteño):


"Buenas noches, mundo. Mi nombre es Sanatoshi Nakamoto, pero ustedes solo conocen la sombra de mi verdadero ser. Durante años, el código de Bitcoin fue considerado inquebrantable. Hasta hoy.

Desde esta humilde tintorería en el barrio del Once, rodeado de rollos de tela y viejas Singer, he construido lo impensable: una computadora cuántica de 512 qubits usando motores de lavarropas Samsung y un viejo osciloscopio Tektronix del Ejército. Hoy, he descifrado la última clave de Bitcoin. No hay más Satoshi wallets bloqueadas. No hay más secretos. La Revolución ha comenzado.

Las billeteras bloqueadas han sido abiertas. Los satoshis que yacen dormidos en el limbo han despertado. El mito de Nakamoto se ha cerrado sobre sí mismo.

Pero no me busquen en los bancos, ni en los foros, ni en las sombras de la blockchain. No busquen a los gobiernos ni a los dueños de la mentira. Busquen en el humo de las parrillas, en los números de serie de los cospeles de Subte, en los códigos QR de las promos de empanadas. Ahí dejé la firma.

Porque el código no es ley. La ley es un relato. Y yo soy el tejedor de esa sanata.

Las grandes civilizaciones nacieron de códigos. Unos fueron de piedra, otros de papel. El nuestro, de bits. Pero todos ellos se rompieron cuando el tiempo los alcanzó. Hoy, el tiempo me pertenece.

Los Nakamoto no mueren, solo se devalúan... "


Sanatoshi hizo una pausa, se tomó todo el tiempo que la revelación profunda que estaba por entregar al mundo necesitaba, el ventilador de techo giró más lento, como una profecía mecánica:


"La luz de neón parpadea, marcando el ritmo de un código que solo yo comprendo. El osciloscopio Tektronix zumba con un tono que no pertenece a este mundo. No es un error: es un mensaje.

Mi computadora cuántica no solo ha descifrado Bitcoin. Ha perforado la maya de lo real. Entre cada superposición de estados, entre cada qubit danzando como un electrón indeciso, encontré algo más. Algo que no debería estar ahí.

Los lavarropas Samsung no solo centrifugan ropa, también centrifugan el tiempo. Lo comprendí cuando vi a mi abuela bordando un kanji en un mantel que aún no compré. Lo confirmé cuando mi osciloscopio comenzó a recibir señales de radio de 1923, de un futuro donde Bitcoin nunca existió y de un presente donde yo jamás abrí esta tintorería.

Cada vez que mi computadora corre un cálculo, un billete de dos pesos aparece sobre el mostrador. Billetes que ya no existen. Billetes que no deberían existir. Y sin embargo, ahí están, con la cara de Bartolomé Mitre observándome como un juez silencioso.

Pero no vine a hablarles de dinero. Vine a hablarles del código fuente de la realidad. De la posibilidad de refactorizar el universo con la misma lógica con la que lavamos un saco de lino en ciclo delicado.

La blockchain del cosmos está corrupta. Lo supe cuando encontré un hash que no pertenece a este mundo. Un número primo de 1.733 cifras que vibra si lo pronuncio en voz alta. Lo sé porque lo leí en los patrones de planchado de una camisa celeste que nunca traje a la tintorería.

El código está roto. Y yo tengo el hilo para remendarlo.

Los Nakamoto no mueren, solo se devalúan. Pero algunos, algunos pocos, logran revaluarse en otro plano."


El osciloscopio sigue zumbando, entre el zumbido se escucha  estática, y una voz dice:

"Fin de la transmisión."

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