Los jinetes empezaron a cabalgar
El dolor profundo, esa tristeza que aprieta el pecho cuando uno mira al mundo y ve lo que está pasando
En el caos creciente de este presente agrietado, donde las noticias ya no sorprenden porque el horror se volvió rutina, elegimos alzar la voz. No por simple rebeldía, sino por una necesidad visceral de gritar que algo no está bien, que nunca lo estuvo, y que si no actuamos ahora, quizás mañana no tengamos ni siquiera el privilegio de hablar.
Porque lo que vemos no es simplemente “otro conflicto más”. No es “una escalada”. No es “una operación militar justificada”. Es la encarnación sin máscaras de una maquinaria de poder global que se alimenta de sangre, de ideologías fanáticas, de dogmas ciegos, y de un desprecio absoluto por la vida humana.
Las raíces: mucho más que política y religión
Nos quieren hacer creer que esto es una disputa entre pueblos. Que se trata de religión, de tierra, de venganzas milenarias. Pero sabemos que debajo de todo eso hay algo aún más frío: geopolítica, energía, rutas comerciales, control de recursos, supremacía cultural, ingeniería social.
Las élites que orquestan estas guerras no creen en Dios, ni en el pueblo, ni en la libertad. Creen en el dominio. En el juego de ajedrez macabro donde los peones —nosotros, los de a pie, los inocentes, los que solo queremos vivir en paz— somos sacrificables.
Y sí, algunos actores operan bajo una fe absoluta que raya en lo mesiánico. Lo vemos en ciertas facciones de Irán, de Hamás, de sectores radicalizados de otras potencias: un deseo inquebrantable de destruir a Israel y tomar Jerusalén, como si eso fuera a traer algún tipo de redención al mundo. Como si borrar a un pueblo entero fuera una ofrenda sagrada.
Esa narrativa no es nueva. Las profecías la anunciaron. Los textos antiguos lo describieron. En cada cultura aparece la imagen de una gran guerra final, una batalla donde la oscuridad parecería tener la última palabra.
Paralelismos que no podemos ignorar
Cada siglo tiene su teatro de la guerra. Cada época sus chivos expiatorios.
Lo vimos en las Cruzadas, en la Segunda Guerra Mundial, en Vietnam, en Afganistán, en Siria. Siempre la misma dinámica: se alimenta el odio, se entrega armamento, se manipulan narrativas, se falsean datos, y luego se hace estallar todo, culpando al enemigo de turno.
Hoy ese ciclo se repite. Pero a una escala tan global, tan mediatizada y tan deshumanizante, que ya no sabemos distinguir qué es real y qué es propaganda. Lo que sí sabemos es que hay muertos. Que hay niños bajo escombros. Que hay mujeres llorando sobre cuerpos fríos. Que hay ancianos pidiendo piedad. Y que del otro lado, en escritorios climatizados, hay sonrisas de victoria y discursos vacíos.
Las profecías y la pulsión apocalíptica
No somos ingenuos. Sabemos que este momento ya fue anunciado. Desde el Apocalipsis bíblico hasta las visiones de Nostradamus, desde las tradiciones sufíes hasta las leyendas hopi. Los jinetes cabalgarían una vez más. Guerra. Hambre. Peste. Muerte.
Pero también sabemos que las profecías no son condenas. Son advertencias. Son llamados a despertar. Y tal vez, solo tal vez, si las escuchamos a tiempo, podamos cambiar el rumbo. Porque el libre albedrío no fue revocado. Porque todavía, en medio del fuego, hay quienes resisten. Hay quienes curan. Hay quienes aman. Hay quienes ven.
El gran enemigo: la deshumanización
El peor de los crímenes no es el bombardeo. Es la indiferencia. Es mirar para otro lado. Es aceptar el discurso de que “así son las cosas”. Es justificar la violencia con argumentos fríos, como si estuviéramos analizando una jugada de ajedrez y no la masacre de miles de vidas.
No queremos ser parte de esa anestesia global. No vamos a naturalizar la barbarie. No vamos a reducir a “daño colateral” lo que en realidad son sueños truncos, familias destrozadas, futuros arrancados.
Porque cuando nos volvemos indiferentes, ya perdimos. Y cuando perdemos la capacidad de conmovernos, los reptilianos ganan. Porque eso es lo que buscan: convertirnos en piezas del engranaje, obedientes, fríos, desconectados de la esencia humana.
¿Y ahora qué? ¿Qué podemos hacer desde acá?
Podemos mucho.
Podemos hablar, aunque nos digan que exageramos.
Podemos escribir, aunque no tengamos audiencia masiva.
Podemos sentir, aunque eso duela.
Podemos resistir el relato oficial, aunque nos tilden de conspiranoicos o románticos.
Podemos recordar que somos humanos, y que eso no es una debilidad, sino nuestro mayor poder.
Y desde esa humanidad, desde ese fuego interno que no pudieron apagar, elevamos un llamado:
Que cada uno, desde donde esté, se niegue a ser cómplice.
Que cada conciencia se convierta en una trinchera de verdad.
Que cada palabra dicha con amor, cada acto de justicia, cada gesto de ternura, sea un grano de arena en la defensa de lo que queda del mundo.
No estamos solos. No estamos perdidos.
Estamos despiertos. Y mientras estemos despiertos, los jinetes no habrán ganado del todo.
Porque la historia no está escrita.
Porque el futuro aún puede ser torcido.
Y porque si hay algo que siempre resiste al poder, es la verdad dicha con coraje y con amor.
Alcemos nuestras voces.
No por odio.
Sino por amor a la vida.
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